Esplendor, gloria y olvido: El Humberto Perea se despide de la victoria y la música
Protagonistas de grandes jornadas recuerdan los días más gloriosos del escenario deportivo.
El coliseo cubierto Humberto Perea es una gigantesca mole gris, descuidada y corroída. Frágil, un peligro constante para los estudiantes universitarios que circulan a su alrededor. Una olla de vicio donde se concentran los más fétidos olores y al que ingresar a su interior abraza a su huésped pasajero en un abrazo con la desesperanza y la basura.
Hoy en día solo se contempla una salida en su futuro. Debe ser borrado de la faz de Barranquilla. Será eliminado por cargas explosivas que pulverizarán sus columnas principales. Implosionará para dejar de ser un problema y resignar el camino expedito a un nuevo escenario.
Pero, no siempre fue así. Para ello debemos abordar un viaje a los tiempos en que la ‘Arenosa’ era como la contaban los abuelos y que cambiaría según los vientos engañosos del destino y las falsas promesas del progreso y el desarrollo.
Era 1961 cuando, luego de una campaña cívica comanda por el periodista Chelo de Castro, las autoridades de la época bautizaron como Humberto Perea al nuevo Coliseo Cubierto de la ciudad, erigido para los Juegos Bolivarianos de ese año y bajo la mano del arquitecto Ricardo González Ripoll.
Era un edificio maravilloso. Con un diseño innovador y una preciosa delineación en el techo volado, que imitaba las olas en el mar, o bien las ráfagas de viento. Un edificio bautizado en honor a un extraordinario campeón nacional de atletismo en varias disciplinas, nacido en Barranquilla.
Ese reluciente panorama de modernidad fue el que acogió a Carlos Caballero, el día que el la Liga de Pesas debió abandonar su primera sede.
“Un día nos dijeron que teníamos que irnos de donde estábamos. Nosotros entrenábamos en el Centro de Cultura Física. Cerca de donde está hoy Indeportes y los Bomberos. Pero fueron a construir la empresa de teléfonos y nos tuvimos que ir”, expresó el hoy entrenador, un histórico del deporte.
Caballero recuerda con claridad como fueron esos días, sus últimos como deportista.
“En el Humberto Perea logramos mucho. Éramos invencibles. A nosotros nos decían la aplanadora. Entrenando en el Coliseo logré la marca para ir a los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964, pero por un recorte de presupuesto los pesistas no fuimos”, recordó quien fue parte de las justas del 56 en Melbourne y del 60 en Roma.
Al mismo tiempo en que se formaban los gigantes de la halterofilia, la afición creciente por el boxeo desbordaba en el Coliseo, a donde llagaban púgiles de todas partes a probar suerte y foguearse con los más grandes.
“Recuerdo que mi papá me llevaba a ver boxeo. En esa época habían grandes boxeadores como Emiliano Villa, Juanito Herrera y Prudencio Cardona. Yo podía tener unos 10 años, pero en esas veladas se vivía un clima especial”, recordó el pianista y compositor José Víctor ‘Chelito’ Castro, hijo del periodista que bautizó al escenario.
Sin embargo, durante el cierre de los años sesentas, la actividad del músculo tendría que cederle un espacio a otra pasión del barranquillero, el Carnaval. Fue en el año de 1969, cuando el fallecido Arturo López Viñas fundó el Festival de Orquestas, como bien lo recuerda Juan Piña.
“Para mi, desde que se acabaron los Festivales en el Humberto Perea, eso ya no sabe a nada”, expresó melancólicamente el múltiple ganador del Congo de Oro.
El hijo de San Marcos recuerda que la sensación de la majestuosidad del escenario abarrotado de gente es algo que se llevará marcado en el alma, hasta el día de su muerte.
“Era un calor especial. En el Coliseo existía un binomio publico-artista, la gente comenzaba a llegar a las 11 de la mañana, a la 1 de la tarde no cabía un alma. Era cuando empezaba el espectáculo”.
Piña conoce bien lo que es el acariciar el triunfo con las manos en es escenario. Pues en el marco de la segunda versión del festival de Orquestas, en 1970, siendo la voz líder de la orquesta de los Hermanos Martelo, alcanzó su primer Congo.
“Ese día a mi me tocó cantar a las 4 de la tarde. Ese año competíamos con las orquestas de Billos Caracas Boys, Los Melódicos, Pacho Galán y Lucho Bermúdez. Ya habían pasado las orquestas de Pacho y Lucho”.
La masa gigantesca, ebria de felicidad y sudada en la cocción del vapor salino del ritmo, fueron suficientes para que Juan sintiera miedo.
“Hermano, cuando yo me paré en la tarima y vi aquello, a esa cantidad de gente bailando y en goce, yo me asusté. El miedo fue terrible y gracias a Dios se pudo sacar adelante”, aseguró sonriente.
Desde ese momento Juan Piña se volvió el rey del Humberto Perea, dominó a su antojo la década de los 70 y varias veces la orquesta de los Hermanos Martelo debió ser declarada fuera de concurso. Es que todos tenían derecho a ganar.
Piña volvería a ganar en el 71 y para el 72 llegó la declaratoria de fuera de concurso. Eran tiempos diferentes, y el Coliseo tenía sus puertas abiertas para la llegada de más eventos.
“Ese año logramos hacer en el Coliseo el torneo Centroamericano y del Caribe de Pesas”, anotó Carlos Caballero que para la fecha ya había tenido que dejar de competir, pues iniciaba su carrera como entrenador.
“Acá vinieron de Cuba, República Dominicana, México. Pero nosotros nos hicimos sentir. Venían de todas partes a perder contra nosotros”, recalcó Caballero que era ídolo de los aficionados que se acostumbraron a ver a sus pupilos triunfar.
Caballero esa un adiestrador de puertas abiertas. La gente se acercaba al escenario para aprender el arte que dominaba. Era una cuna de formación que acercaba al atleta a las virtudes del sacrificio y la constancia.
En esas, un pequeño muchacho comenzó a ser seducido por el sonido de la pera acaricida por los nudillos de los campeones.
“La primera vez que entré al coliseo tenía 13 años, era 1973. Ya sabía que lo que quería era ser boxeador. Por eso fui, pero como no tenía los 10 pesos que constaba la inscripción me quedé vagando por el lugar”, recordó Mario Miranda Marañón que establecería en poco tiempo una relación de gloria con el sitio.
“Fue un día y al otro y el que vino luego de ese. me vieron que quería practicar y me dijeron que viniera a ver. Yo me ponía a ver a Emiliano Villa como golpeaba la pera. Pero Juanito Herrera me sacaba del gimnasio. Con el tiempo ya ellos me apoyaron”.
En ese mismo 1973, fue la primera vez que Miranda Marañón se subió al tinglado. Se trataba de abrir la programación de la cartelera con una pelea infantil. Ese día le probó al Humberto de qué estaba hecho.
“Me toco un abrebocas contra un muchacho al que le decían Pedro María ‘El látigo’ Vélez. Me fue mal, me ganó por nocaut técnico en el tercero. Me fracturó la nariz y como no dejaba de sangrar pararon la pelea. Pero nunca me arrugué. Yo seguía para adelante”, recordó Mario, quien ese día por virtud de su enjundia sembró a sus primeros seguidores desde la grada.
Los años seguían pasando y mientras Mario maduraba e iba pasando por encima de los rivales, los vientos carnavalear volvían a soplar y Juan Piña volvería al Humberto para una de sus más memorables gestas, en 1975.
“La presentación que más recuerdo fue ese año. Luego de cantar, inmediatamente nos fueron a dar el Congo de Oro. Me lo entregaron cuando yo tenía a mi hija Katherine cargada en un brazo. Ella apenas tenía seis meses, estaba en pañales. Entonces terminé con la hija en un brazo y el premio en el otro. El Coliseo aplaudió muchísimo. Es un recuerdo que guardo con mucho amor”, enfatizó.
Para el momento, el Humberto Perea ya había completado más de una década al servicio de la ciudad. Era ya un escenario de culto. Se había incorporado a la cultura de la ciudad. Barranquilla tenía al Coliseo como una de sus joyas a mostrar.
Pese a ello, debieron pasar 20 años antes de que se escribiera una de las noches más legendarias en la historia del Coliseo. Fue cuando Mario Miranda Marañón alcanzó la cúspide de su carrera, al lograr en 1981 el título latinoamericano del peso pluma.
“Un año antes le había ganado a Armando ‘El Policía’ Pérez en el mismo escenario con un nocaut técnico en el 11 asalto. Luego fui a pelear el título latinoamericano con Guillermo ‘el Lobo’ Morales. Duró 12 asaltos y gané por decisión. Le di una palera, ese hombre aguantó palo. Cuando finalizó la pelea, me dolían las manos”, mencionó.
En la cabeza de Miranda Marañón, afectada por casi dos décadas de golpes, se quedaron guardados los ecos de aquella noche en la que se sintió invencible en medio de un coliseo que rugía como una cueva de leones.
“Yo sentía un tremendo apoyo. Era grande. Cuando me montaba la gente me aplaudía y la gente decía vamos para adelante Miranda. Cuando fui a pelear título mundial eso me afectó. No sentir la bulla del Humberto Perea, fue como un apagón por dentro”.
Pero por obra y gracia de esas paradojas de la vida, ya para esa noche, la más glorioso en cuando había vivido el lugar, ya era notorio que empezaba su declive y descuido.
“Por ese entonces a veces se llenaba de agua cuando llovía. Donde ponían el ring se llenaba de agua. Tenían que venir los bomberos a sacarla. Gracias a Dios nunca tuvimos problemas con los cables de la electricidad, pero siempre fue un problema latente”, recordó Mario.
Esto no impidió que siguieran corriendo los años y continuara llenándose de espectadores y sobrepasando sus propios límites. Con los años el ya Festival de Orquestas y Acordeones seguía reuniendo a lo mejor de la música, así como a una multitud cada vez más numerosa que se agolpaba para aprovechar cada centímetro del edificio.
Fue entonces cuando la palabra algarabía quedó redefinida. El Festival no había presenciado una jornada carga con tan euforia como la de 1984. El Humberto Perea, estuvo cerca de ser borrado del mundo, ante el movimiento de una masa que se movía al ritmo desbordante de un negro cartagenero, vuelto a la vida unos días antes para tocar con La Verdad. Ese día nació la leyenda del Joe Arrojo, el Rey del Carnaval.
“Indiscutiblemente fue un día especial. Quebró la carrera de Joe, y se volvió una realidad la orquesta La Verdad”, recordó Chelito de Castro, pianista que ese día sobre la tarima, vestido de camisa negra y pantalón de impecable blanco entendió la razón de vivir de Joe Arroyo.
“Ese día la gente tenía reservada unas pancartas para cuando el saliera, me acuerdo bien que decían ‘Joe, Barrio Abajo te quiere’. La gente se salió de control cuando comenzó a cantar. El calor que se sentía, la vibra era impresionante”, reconoció.
Tres canciones tocó el Joe ese día, cuando se encontraba recuperándose de una afección en salud por lo que debió ser recluido en una clínica en Cartagena. De ese centro médico salió escapado para interpretar en el Humberto ‘Amanecemos sí’, ‘Abandonaron el campo’ y ‘Confundido’.
“A uno le gustaba eso, el ambiente del Humberto Perea. Saludar con los que vas a competir, conversar con Joe minutos antes de salir, porque había que estar pendiente de cómo estaba la gente para saber con que empezábamos. Era todo un encanto. A mi me gustaba darme una vuelta por el coliseo y ver en la gente entrando”, asevera nostálgicamente De Castro.
Y es que durante toda la segunda mitad de la década del ochenta Joe Arroyo fue acrecentando su leyenda. Era el Rey indiscutible del Coliseo. No habría otro en todos los años de ese escenario que pudiera agitar las paredes del lugar.
“Lo que pasa es que Joe cuando graba un tema lo hacía poner en los parlantes del estudio. Entonces el cerraba los ojos y comenzaba visualizar como sería el día en que lo tocara en el Coliseo. Su anhelo era que llegara ese día”, comentó Chelito.
Para el pianista el día más grande en su recuerdo del Humberto Perea fue el del Festival de Orquestas del año 1989. Ese año, sintió pánico.
“Pensé cuando el Joe salió a cantar que el coliseo se iba a caer. Ese año hicieron una tarima especial pensando en la presentación de nosotros, eran como unos escalones que llegaban donde el público. Empezamos a tocar y cuando salió frente a todos, eso casi se viene abajo”.
Esa noche el coliseo hizo temblar sus vigas con la interpretación de ‘A mi Dios todo le debo’, ‘En Barranquilla me quedo’, ‘La noche’, “y cuando la gente nos pidió otro disco les cantamos ‘Rebelión’, mi hermano, no había forma de no ganar el Congo ese día. Fue apoteósico”, aseguró De Castro.
Precisamente, en ese año se llevaría a cabo el último gran evento nacional del Humberto Perea, según recuerda Carlos Caballero.
“Ese año logramos adelantar el Nacional de Pesas. Pero ya el coliseo estaba muy maltratado. Poco a poco se de dejó de invertir dinero y fue quedando en el olvido”, resumió.
Y llegaron los años 90, con un aire de renovación y nostalgia. Era la década final del siglo XX, por lo que muchas cosas en la tradición iban a cambiar para siempre. Entre ellas, el Coliseo, que ya estaba deteriorado en su estructura por los 30 años de uso y abuso de sus instalaciones.
En el año de 1990 al Joe Arroyo se le concedió el Súper Congo de Oro, y en 1991 se llevó acabo el último Festival de Orquestas en el sitio, lo cual fue como los primeros pasos que desembocaron en su sepelio.
Ya lejos de la mirada del publico, ante unas ligas deportivas debilitadas y ante una total falta de interés por parte de la administración local y departamental, el Humberto Perea comenzó a sentir los achaques del descuido.
Paulatinamente los espectáculos deportivos comenzaron a irse de allí. Las programaciones de boxeo se acabaron. El gimnasio quedó solo para que lo habitaran los boxeadores que no tenían otro lugar donde pasar la noche.
A esa altura, ya era un muerto que se mantenía vivo por cuenta de los añoranzas de un pasado halagador. Cargado de triunfadores, de campeones y de ídolos. Para ser honestos, la última gran acogida del Coliseo fue durante el sepelio del cantante vallenato Rafael Orozco, donde Barranquilla se volcó al lugar, en junio de 1992.
Curiosamente, Orozco ganó con su Binomio de Oro la última edición del Festival de Orquestas efectuado en el Coliseo, apenas un año atrás. La depresión de ese día se apoderó del sitio. Una capa gris y unas sombras eternas se apoderaron del sitio. Hasta el día de hoy, aún se siente triste.
El Coliseo despidió la gloria en septiembre de 1998, cuando el colombiano Ener Julio venció al mexicano David Ojeda por el título mundial vacante de las 140 libras. Fue un nuevo título mundial para Colombia, la última gran velada del ya vetusto Humberto Perea.
Al principio de la década del 2000, la falta de servicios públicos como agua y luz hicieron migrar a las ligas de allí, además del peligroso deterioro de unas estructuras que a la altura de 40 años de ser construidas, les hacía falta mantenimiento.
Han pasado 55 años desde su apertura. El verdadero Humberto Perea, un atleta de la década de los años 30, murió tuberculoso. Enfermo en una cama, sin poder defenderse de una enfermedad que lo mató desde dentro de sus entrañas. El campeón nacional en salto largo y en salto triple nada pudo hacer evocando sus días de gloria para escapar del destino frío que le esperaba.
Así mismo, en su lecho, muerto de adentro hacía afuera, podrido y sin posibilidades de ser salvado, la mole gris del Humberto solo se limita a escuchar las historias que la ciudad tiene que contar de él, pues su destino será la desaparición.
“Para mi lo mejor es que lo demuelan. Hay muchos recuerdos, pero es mejor que lo demuelan para evitar un problema más grande”, expresa Carlos Caballero.
“Cada vez que pasamos en el carro por allí, mi papá me pregunta cómo fue que eso terminó así. Me da tristeza. Yo sé que es por el bien de Barranquilla. Pero no deja de ser un dolor despedir un lugar donde pasaste tanto momentos especiales con personas que ya no están”, asegura Chelito de Castro.
“Me da mucho dolor. Allí me hice como boxeador y fueron mis mejores momentos. Pero hay que hacer un lugar nuevo para todos los deportistas. Ojalá que este que van a hacer sí lo cuiden”, arrojó Mario Miranda Marañón.
“La verdad me da gran tristeza saber que lo van demoler. Espero que el escenario nuevo que hagan sea para el deporte lógicamente, pero que también permita que los músicos nos presentemos allí. Yo quisiera volver a cantar una última vez al Humberto Perea”, cerró Juan Piña.
Por increíble que parezca, cuando el dedo del verdugo apriete el botón, solo bastarán 6 segundos para desaparecer más de medio siglo de historias en una explosión que tirará al piso las corroídas paredes que una vez albergaron a los campeones y que encerraron jornadas de gloria y de goce carnavalero.